Desde esa fecha la población se armó con palos, piedras, machetes, azadones, palas y todo lo que pudo, para enfrentar a quienes desde hace tres años devastan los bosques de la comunidad, con la protección de grupos armados y hasta del gobierno, que no ha hecho nada para pararlos, señala uno de los miles de comuneros que se mantienen en guardia en la barricada que cubre el camino a Paracho.
Lejos de su cotidianidad, los hombres, mujeres, niños y ancianos de este poblado de la meseta purépecha viven en tensión permanente alrededor de las barricadas, cuidando los accesos para que no entre ningún desconocido. La madrugada de ayer llegó el aviso de que hombres armados en una decena de camionetas se estaban preparando en Paracho. La alerta resultó falsa, pero los rondines se reforzaron, por si acaso.
A las dos de la mañana uno de los vigilantes asegura: aunque no dormimos, no perdemos la fuerza. El gobierno tiene que atender nuestras exigencias: seguridad y justicia, fin de la devastación y castigo a los culpables para que vivamos en paz.
La respuesta gubernamental no ha llegado, mientras el hostigamiento y las amenazas se han recrudecido. El pasado 22 de mayo “fue levantado en Paracho el comunero Miguel Ángel Gembe. Tres días después pudo escapar de milagro y regresó a la comunidad visiblemente golpeado. Se confirmó entonces la sospecha de que su secuestro se debió a su participación en las actuales movilizaciones, pues relató que sus captores lo interrogaron sobre los nombres de quienes encabezan el movimiento, advirtiéndole que todos están en la lista. Ante esto, los comuneros responsabilizaron a los gobiernos estatal y federal de lo que pueda ocurrirle a Miguel Ángel y al resto de la población.
Todo empezó el pasado 15 de abril, cuando un hecho colmó su paciencia: Los talamontes se metieron en el ojo de agua de La Cofradía, que abastece a toda la comunidad. Un grupo de comuneros los enfrentamos y los sacamos y desde entonces exigimos justicia, señala otro de los indígenas de Cherán. Ninguno dice su nombre ni muestra su rostro, como medida de seguridad ante las amenazas permanentes.
En este poblado, dice otro de los entrevistados, “se juntan todas las injusticias, la impunidad, la complicidad del crimen organizado con los gobiernos, la indiferencia y la burla de las autoridades, la ambición de los poderosos… Y también la organización del pueblo, que ya está fastidiado, la defensa del territorio, la unión de las mujeres, los hombres, los niños y los ancianos, todos juntos para detener la tala de nuestros montes, los secuestros, los asesinatos y las desapariciones. Aquí también estamos hasta la madre y ya nos pusimos en acción para defendernos solos y hacer lo que el gobierno no quiere”.
A una de las fogatas del barrio de abajo (ketzikua) se acerca un grupo de mujeres de la comunidad vecina de Cheranastico. En purépecha se comunica con las mujeres que hacen guardia y preparan enormes cazuelas de café, frijoles y papas con huevo. Hablan entre ellas y después una traduce: “Ella dice que en su pueblo también están sufriendo, que les están cortando los bosques, que tienen mucho miedo. Asegura –continúa la traductora– que en su comunidad ya no pueden ir a la siembra ni sacar a sus animalitos porque se los roban. Dice que no son libres”.
Las mujeres, como en todas las luchas populares, toman un lugar preponderante. Son fuertes y aunque se confiesan cansadas, hacen guardias y la comida; organizan la limpieza, el abastecimiento y las tareas cotidianas. De pelo blanco, rebozo azul y manos curtidas, una de ellas responde a sus angustiadas vecinas que no deben tener miedo, que se organicen como en Cherán, que sólo así se acaba la injusticia.
Aquí están unidos, responde la señora de edad de avanzada de Cheranastico, pero mi pueblo no ha tenido valor porque es chiquito y ellos, los malos, son hartos y están armados.
Aquí, dice otra mujer en una de las fogatas del barrio Paricutín, lo que queremos es paz y libertad. Si no defendemos nuestros bosques, ni una leña les vamos a dejar a nuestros hijitos; nada les va a quedar.
La resistencia contra la tala clandestina, aunque dispersa, se inició en 2008, cuando se acrecentó la devastación en el cerro Pacuacaracua. Hasta el momento, denuncian, se ha destruido en forma total más de 80 por ciento del bosque (más de 15 mil hectáreas) en acciones acompañadas con la siembra del miedo, pues los taladores, procedentes de Capacuaro, Tanaco, Rancho Casimiro, San Lorenzo, Huecato, Rancho Morelos y Rancho Seco, asolan la comunidad con armas de grueso calibre.
Antes del levantamiento, aseguran, se tocaron todas las puertas institucionales: Fuimos a la Profepa, a la Semarnat, a todos lados y nadie nos hizo caso. También hicimos las denuncias de secuestros, extorsiones y amenazas y tampoco investigaron nada. Por eso nos colmaron la paciencia. Nos cansamos de agachar la cabeza, pues nomás veíamos pasar los cientos de camiones cargados de nuestros árboles y no decíamos nada por puro miedo. Pero ya no.
Cherán cuenta con 27 mil hectáreas de territorio comunal, dentro de las cuales 20 mil son boscosas; de éstas han sido incendiadas y taladas (totalmente destruidas) más de 80 por ciento, y el otro 20 por ciento también ha sido talado, pero aún no ha sido incendiado.
Un recorrido por el cerro San Miguel permite ver la zona devastada. Cientos de troncos yacen en los caminos. Es que los talamontes sólo se llevan el grueso de abajo, lo demás lo dejan aquí tirado, explica uno de los integrantes de la ronda tradicional, quien ahora se encarga de la vigilancia.
Los accesos a los bosques también se mantienen bajo resguardo. Troncos y costales de arena impiden el paso a los camiones, aunque, dicen, siguen entrando por otros lados, porque no quieren dejar este negocio que les deja mucho dinero. ¿Cuánto? Pues nada más haga cuentas. La delincuencia organizada cobra a cada camión mil pesos por protección. Salían como 180 camiones diarios cargados de madera, lo que les generaba 180 mil pesos tan sólo por protección.
El gran negocio, explican, “lo encabeza un señor conocido como El Güero. Es un doble negocio, pues él mismo envía trabajadores para que talen árboles y se los lleven a sus aserraderos. Pero cuando quieren entrar otros talamontes, les vende protección para que puedan sacar la madera. Y nosotros, pues sólo veíamos, agachaditos, que todo esto pasara”.
En estas seis semanas la vida de la comunidad ha cambiado por completo: El presidente municipal ya no despacha en el palacio de gobierno y las instalaciones están prácticamente en manos de los comuneros. No hay clases en las primarias y secundarias, ni en el Colegio de Bachilleres ni en la Universidad Pedagógica. Se instaló la ley seca y no pueden ingerir ni vender bebidas alcohólicas; el tránsito vehicular termina a las ocho de la noche y las 24 horas se mantiene la vigilancia en toda la cabecera municipal.
Al mismo tiempo, los jóvenes han tomado la batuta en los quehaceres de limpieza y han organizado una comisión de buena imagen, que en estos días está aseando las calles con pinturas donadas por los comerciantes. También se organizan brigadas de limpieza general en las que participa toda la población, y en las calles, patios o bajo un techo de plástico los maestros de la comunidad han organizado las clases.
En uno de estos salones improvisados, Arly, de siete años, dice: Las fogatas son para que no entren los malos que se están llevando nuestros árboles. Sin árboles no vamos a tener agua y por eso están las fogatas, para que ya no se lleven el bosque. Y también, agrega Karen, de 11 años, nos organizamos para que no vengan a matarnos. Ahorita ellos tienen su coraje porque ya no entran; entonces están más enojados y por eso hay que cuidarnos.
Hasta el momento se han organizado por cada barrio comisiones de seguridad, limpieza, buena imagen, salud, educación, acopio de víveres, de producción agrícola y prensa. Con todo esto, explica un comunero, se está ejerciendo, en los hechos, la organización tradicional del pueblo.
Mientras, la respuesta del gobierno no llega. Han acudido al estatal y al federal. En la Secretaría de Gobernación, señalan, nos piden que primero nos desmovilicemos, que se desactive nuestra organización. Y no dan respuestas. Pensamos que no tienen capacidad para enfrentar al verdadero crimen organizado. Nosotros ya les dimos nombres y lugares donde se encuentran, pero hasta el momento no hacen nada.
Fuente: La Jornada / Gloria Muñoz Ramírez
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